La historia del tío Carlos no es demasiado sorprendente, a no ser por el hecho de que era: medio (bastante) corto de vista y dado al buen vino, como ya dije, y sobre todo, taxista. Es cosa de imaginarse lo aterrados que deben haber estado los pasajeros del tío cuando se subían a un taxi medio destartalado, con el piso muy agujereado, manejado por un tipo con grandes lentes y una que otra vez en un estado ligeramente etílico. Lo mejor de esto, es que nunca, NUNCA, le pasó nada.
Una anécdota divertida que recuerdo del tío me la contaron hace un tiempo: alguien le consiguió bencina de avión para ponerle al taxi (los aviones utilizan como combustible una bencina de alto octanaje preguntenle a algún químico). El resultado fue que la cafetera que tenía llegó a un límite de velocidad inexplicable durante unos 100 metros antes de rendirse, con el motor absolutamente fundido (o con alguna otra parte fundida, no sé mucho sobre el funcionamiento de un auto).
El tío Carlos falleció hace unos 6 o 7 años, y recuerdo que lloré bastante cuando ocurrió. Ahora está sepultado cerca de mi abuelo, con el que solía mantener conversaciones que únicamente ellos mantenían. Supongo que aún hoy se juntan en la tarde a conversar de lo que fuera que conversaran y a compartir una copita de vino antes de acostarse.
